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Ciencia y sentido común. (Sólo para rumiantes).

2 de julio de 2012

(NOTA: Por estudios y carácter estoy convencido de que para acercarse a la verdad hace falta paciencia y calma. Creo que las verdades se rumian lentamente y no se digieren sin masticarlas a conciencia. Otras personas son más bien canguros. Les gusta dar saltos de aquí para allá. Y si se paran demasiado en algún sitio, éste deja de interesarles. No prejuzgo. Cada cuál en su estilo. Pero si es Ud. un canguro no se pare en esta entrada. Será insufrible para Ud. Está dedicada sólo a los rumiantes).

Vivimos en un siglo en el que es muy fácil llenarse la boca con la palabra “ciencia”. La creciente influencia de la tecnología en nuestras vidas ha creado una ideología sumamente popular que los intelectuales denominan “cientificismo” (a veces, de forma no demasiado precisa, también “positivismo”, haciendo alusión a la teoría que parte de Auguste Comte en el siglo XIX). En su sentido fuerte consistiría el cientificismo en la creencia en que podemos prescindir de cualquier otra rama del saber que no sea la ciencia. En un sentido más débil, que toda rama del saber debe inspirarse en el conocimiento científico. En un sentido fortísimo, que no sólo las ramas del saber, sino otras parcelas del pensamiento humano, en especial la moral, deberían estar sometidas a la ciencia. En su grado extremo, el cientificismo sueña utopías en las que los científicos, emancipados de cualquier tutela, diseñan sociedades y llevan a la humanidad a un estadio de felicidad casi absoluta. Ni que decir tiene que, para el cientificismo utópico, ciertas actividades como el arte, la religión o la buena mesa, aunque pertenecientes al ámbito de lo personal, también estarían diseñadas científicamente para producir el mayor placer al menor costo. Los y las estudiantes de filosofía reconocerán en este esquema “La República” de Platón o “Walden Dos” de Frederick Skinner. Pero hay numerosos ejemplos.

La pretensión de los cientificistas de someter las actividades humanas a la ciencia ha despertado recelos, justificados unas veces y desatinados otras. Así, en el campo opuesto al cientificismo podemos encontrar el irracionalismo. De hecho, cientificismo utópico e irracionalismo extremo son ideologías que se alimentan la una de la otra y, aunque históricamente es el cientificismo el que aparece como una reacción contra el irracionalismo, en un análisis no evolutivo nos encontramos con esta pareja de creencias en lucha y retroalimentación constante. El irracionalismo, al que los racionalistas ilustrados llamaron “superstición”, consiste en la creencia de que la razón es incapaz de dar cuenta de los misterios de la naturaleza. La ciencia sería el caso extremo de la razón y consistiría en una técnica de disecar más que de explicar. Produciría leyes, daría cuenta de regularidades, más o menos indudables, y permitiría algunas hazañas técnicas, pero se limitaría a aspectos parciales que no alcanzarían el meollo o esencia de las cosas que siempre se reservaría su misterio. En un sentido más radical el irracionalista piensa que la ciencia se debe limitar a lo instrumental y que, cuando entra en colisión con creencias o intuiciones “profundas”, la ciencia debe ceder el paso. Sobre todo en el terreno de lo humano, la ciencia no tiene nada que hacer. El irracionalista suele ridiculizar la psicología empírica. Y en la ética, no sólo los principios sino el total de la actitud humana moral debe ser ajeno a lo racional. “Si tuviera que elegir entre la verdad y Cristo, elegiría a Cristo”, afirmó Dostoievski.

Atrapado en esta dialéctica, que se practica con frecuencia de manera extremadamente violenta, aquellos que no disponen de conocimientos científicos adecuados se pierden y exasperan. En realidad, es imposible tener conocimientos suficientes para entender el problema de la vida humana en su conjunto. Las ciencias han desarrollado en los últimos tiempos tal grado de especialización que un físico nuclear no puede estar al tanto de los últimos avances de la neurología. No es un ejemplo inusual que un físico especule sin ninguna base sobre los problemas de la mente. Así que las personas que se preocupan por hacerse una filosofía que atienda a la ciencia sin tener conocimientos científicos especializados se encontrarán sumergidas en un océano de información que no pueden calibrar. La ciencia aparecerá a sus ojos como un saber esotérico más y ello les impulsará hacia las dos posiciones extremas: el cientificismo utópico y el irracionalismo supersticioso. En el mundo de la “misteriología[1] es fácil encontrarse emparedado entre ambas.

Entonces, ¿qué hacer? ¿Qué podemos hacer las personas normales, como Ud. y yo, que lo único que sabemos de ciencia es cuatro generalidades (o veinte, que para el caso es igual) y nos vemos ante polémicas que se presentan en términos de sistemas de datación de artefactos arqueológicos, pruebas de Fukuyama, tasas de vanilina, bilurrubinas y otras zarandajas, que suenan apabullantes, pero de las que realmente desconocemos casi todo? ¿Sabe Ud. cuál es el método más fiable de calibración de un aparato VP-8? ¿Cree Ud. que el líquido de escintilación es lo mejor para un programa de datación por radiocarbono? ¿Ud. cree que si no se ha podido disolver un resto de aparente sangre es porque es antigua o porque no es sangre? Yo no tengo ni idea, desde luego. Y tengo dudas fundamentadas de que muchas de las personas que en determinados contextos discuten y dictaminan sobre estos puntos tengan más idea que yo. ¿En qué se basan mis dudas? En el sentido común.

En mi opinión, las discusiones científicas sobre temas concretos deben ser dejadas a los especialistas en esos temas concretos. Mal asunto cuando un médico discute a un astrónomo sobre la materia negra del Universo. Podría ocurrir que el médico sea un aficionado a la astronomía  con conocimientos excepcionales, pero el caso es más bien raro y, por lo común, los médicos que discuten de astronomía y viceversa suelen decir bastantes tonterías. Y, lo que es peor, cuando machacan la terminología astronómica diciendo barbaridades, pero que “suenan” bien, pueden dar la impresión a los legos en la materia de que se encuentran ante verdaderas eminencias. La distinción entre la ciencia “oficial” y la auténtica ciencia, que tiene mucho éxito entre los misteriólogos, es, con frecuencia, la distinción entre un científico que sabe lo que está diciendo y un aficionado que dice barbaridades con apariencia de ciencia, pero muy sonoras. Por lo tanto, si es posible teóricamente que un aficionado inteligente vea algún fallo que haya podido cometer un científico profesional, mal asunto es cuando lo que tenemos delante es un conjunto de aficionados (o científicos fuera de su esfera de conocimientos) “refutando” a especialistas. El primer criterio que hay que saber mantener para evaluar un debate científico es que este se lleve a cabo por los expertos. Y cuando uno no lo es, lo mejor que puede hacer es callarse. Y preguntar, si sabe hacerlo.

Pero a menudo los especialistas reclaman para sí poderes que están lejos de merecer. En muchos terrenos la ciencia se mezcla con lo que no lo es y no es fácil distinguir cuando el científico está dentro del ámbito de sus conocimientos específicos y cuando los traspasa. Y no es que el científico no tenga derecho a pontificar sobre moral, derechos de los animales o el nazismo. Tiene tanto derecho como cualquiera. Pero no más que cualquiera. En este tipo de debates uno ve a veces a científicos naufragar en asuntos que no necesitan un conocimiento especial, sino un sentido común refinado. Es decir, la capacidad de no dejarse llevar por fraudees evidentes, argumentos incoherentes o falacias de primer grado.  Eso es el sentido común según el Diccionario Secreto de la Universidad de Oxford. En el ámbito de la metodología, de la extracción de conclusiones o de inferencias, tampoco es raro que algún científico se deje arrastrar por la pasión y acabe dictaminando fuera del sentido común. Y ese, el sentido común, es un instrumento que toda persona posee sin necesidad de desarrollar jergas y utilizar instrumentos complicados. Cierto que el sentido común necesita educarse. Los grandes filósofos, por ejemplo, suelen ser buenos pedagogos en este sentido y de sus grandes errores también se puede aprender. Pero, en principio, una persona culta con una finura dialéctica y capacidad de análisis elementales puede ver un sencillo problema donde empecinados expertos se pierden matando moscas a cañonazos, y devastando el territorio circundante de paso. Si se me permite la violencia de la metáfora.

Este trabajo es un intento de penetrar con el sentido común en la arena de un debate que está lleno de artilleros matamoscas. En esta tarea uno se enfrenta a supuestos expertos que manejan con aparente soltura terminología compleja. Y declarar de entrada que uno no sabe gran cosa ni de medicina, ni de historia del arte, ni física nuclear es arriesgarse a que estos «sabios» le declaren inmediatamente persona non grata. Hace falta, por lo tanto, una cierta dosis de tozudez para bajar el debate del reino de las nubes y asentarlo en tierra. No se espere en esta tarea grandes y sofisticadas disquisiciones en torno temas científicos. No entraré en terrenos que desconozco. Pero creo que los problemas que voy a plantear son básicos y no pueden ser dejados de lado. Son los presupuestos de todo un edificio que, según mi opinión, se construye sobre bases de arena. Creo que el sentido común es útil en estos menesteres. A mi me vale.


[1] Acuño el barbarismo “misteriología” para designar algo que es una actitud y una ideología: la tendencia a buscar y encontrar lo maravilloso, irracional o misterioso más allá de toda duda razonable. Y pretender que determinados caminos esotéricos pseudocientíficos o intuitivos pueden dar cuenta de ese terreno de los misterios.

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