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El Jesús histórico (IV). El mito de Jesús y las religiones mistéricas.

24 de febrero de 2017

Hay diversas maneras de afirmar que Jesús de Galilea es un mito. La más extrema sostiene que jamás existió un personaje con este nombre ni, mucho menos con la historia que se le atribuye. Muy cercana a lo anterior es la creencia en que, existiera o no un oscuro campesino judío ajusticiado por Roma, nada de lo que se le atribuyó en los evangelios y posteriormente es real, sino una construcción a partir de materiales míticos de origen helénico y hebreo. Adicionalmente se puede constatar diversas formas de minimalismo, que reducen la figura del “Jesús histórico” a una limitada serie de hechos y dichos, dejando lo demás para la leyenda, pero las dos primeras son las formas usuales que han venido a llamarse con el feo neologismo de “mitismo”.

 

A lo largo de las entradas que siguen, me referiré a alguna de las críticas que el mitismo ha hecho a la exégesis normalizada, la de los diversos consensos de expertos. Como yo no estoy metido en el campo académico, me lo puedo permitir. En esta entrada me centraré en exponer algunas líneas fundamentales  de esta corriente y sus problemas, dejando para más adelante sus críticas contra el Jesús histórico del consenso académico.

Panel con la imagen de Serapis. Egipto, hacia 100 E.C.

Panel con la imagen de Serapis. Egipto, hacia 100 E.C.

Existe algo así como un consenso mitista en considerar que la figura de Jesús, llamado el Cristo, o sea, el Mesías, se concibió en sus comienzos como una entidad celestial de orden más o menos divino, y sólo posteriormente se le dotó de una historia terrenal. El mitista suele colocar a ese Jesús originario dentro de las tradiciones que hacen referencia a dioses helenizados, de procedencia oriental o no, junto con algunas tradiciones judías que mencionan un enviado celestial, representante de Yahveh para asuntos terrenos, relacionado especialmente con la llegada del Reino. Me referiré en esta entrada a las primeras.

La existencia de múltiples puntos comunes entre las religiones mistéricas y el cristianismo es claramente constatable. Los cultos de Isis, Mitra o Atis llegan a Roma aproximadamente al mismo tiempo que el cristianismo y son, como él, orientales. Los cultos de Baco, versión romana de Dionisos, tienen su antecedente en Grecia. Todos ellos prometían la inmortalidad y colocaban el eje de la vida terrena en la esperanza de un paraíso externo. El ideal de la  virtud cívica era sustituido por el fervor religioso individual y el de la belleza corporal por la contraposición entre el cuerpo y el espíritu. Cultos como la comida ritual-eucaristía y dioses que mueren y resucitan eran comunes. (Birt, p. 92).  De todo ello destacaban  do puntos principales que el cristianismo habría tomado de los dioses helenizados que mueren y resucitan: la esperanza en la inmortalidad y los ritos de purificación como requisitos para una nueva vida. Estas similitudes entre el cristianismo y cultos romanos, ya habían sido puestas de relieve por uno de los más influyentes antropólogos de principios del siglo XX, James G. Frazer. En su celebérrimo libro La rama dorada. Magia y religión (1922), constató la similitud de los mitos de los dioses helénicos que mueren y resucitan, en especial Adonis y Dionisos, con el cristianismo. Aunque él se ocupaba de ritos y cultos más que de creencias, obviamente también tocó el terreno de las ideas. Las coincidencias le llevaron a afirmar la precedencia de los cultos mistéricos:  “la celebración pascual de la muerte y resurrección de Cristo se insertó sobre una cepa de la muerte y resurrección de Adonis” (Frazer 1991, p. 401).

Otro de los más influyentes antropólogos del siglo pasado, Mircea Eliade, también constató un substrato común de orden mítico. En Images et symboles. Essais sur le symbolisme magico-religieux , aunque pronunciándose a favor de la existencia real de Jesucristo, señala como el entramado que construyen sobre él sus seguidores responde a un simbolismo universal (Eliade 1952, pp. 215-217). En su interpretación, no se trataría de un préstamo tomado de otros sistemas paganos o judíos, sino de que elementos como el agua-bautismo, montaña, árbol, ascensión, etc., que aparecen en los evangelios, incorporan en sí mismos un orden simbólico que remite a la intuición de lo sacro y que puede encontrarse no sólo en las religiones orientales, en contacto con el cristianismo primitivo, sino en otros fenómenos geográficamente lejanos, como el chamanismo. Dejando aparte esta discutible interpretación de orden para-religioso innatista, característica de Eliade y de su admirado Jung, aquí nos colocamos muy cerca del mitismo. Si soslayamos la existencia de Jesús, que ni es argumentada ni  juega ningún papel esencial en la obra del antropólogo rumano, no hay más que un paso para considerar que la figura del Cristo se construye lo mismo que la de Atis, Adonis, Osiris o Dionisos/Orfeo. De hecho, en Aspects du mythe (versión española: Mito y realidad), él mismo cita algunos mitistas, como Drews o Couchoud ‒también a Bultmann‒, de manera circunspecta, señalando su mérito al haber buscado el “mito originario” que subyace a las narraciones evangélicas, por medio de “construcciones tan inteligentes como aventuradas”. (Eliade 2006, p. 158) Una de cal y una de arena.

Desde la historia de las religiones, la perspectiva es menos abstracta o filosófica. Se trata de señalar las relaciones entre una religión concreta y otras existentes en su contexto histórico y, si eso es posible, establecer en qué dirección se establecieron los trasvases, que según los autores mitistas irían desde otras religiones hacia el cristianismo.

 

Hay que empezar por aquellas religiones más cercanas al cristianismo en el Impero Romano, es decir, básicamente las mistéricas: Isis-Osiris, Atis, Adonis, Dionisos-Orfeo y Mitra, todas ellas ejemplos significativos del dios que muere y resucita.

Pero conocer lo que realmente eran las religiones mistéricas es difícil porque casi todo lo que nos ha llegado de ellas ha sido a través de los cristianos que las combatían. Como es bien sabido, pero rara vez aplicado consecuentemente en el tema que nos ocupa, los escritores doctrinarios tienen la funesta manía de construir espantajos para atacar más cómodamente a sus enemigos. Confiar en que los apologetas cristianos reflejan imparcialmente las creencias y ritos de sus enemigos sería como afirmar que ellos adoraban a una cabeza de burro porque así se decía en Roma. Tan opinión sesgada puede ser la una como la otra.  De la misma manera, la piadosa pero arqueológicamente desastrosa costumbre de las religiones antiguas –y no tan antiguas‒ de construir sus santuarios sobre los de los dioses derrotados y eliminar sus inscripciones y monumentos, nos ha dejado sin apenas restos que permitan construir una imagen plenamente fiable de los cultos y ritos de las religiones mistéricas.

Los historiadores contemporáneos no han ayudado especialmente en la tarea. Por un lado, los defensores del trasvase desde los misterios al cristianismo, entre los que se encuentran los mitistas, tienden a sacar conclusiones excesivas de simples coincidencias de rasgos aislados. No tienen en cuenta que la simple coincidencia no es un indicativo suficiente para determinar el origen de la misma. Un rasgo, como el de las fechas o los nombres compartidos, no indica que fuera el cristianismo o las religiones mistéricas las que habían construido su creencia o rito miméticamente. Por su parte, los más cercanos al ámbito confesional, se niegan a ver las coincidencias o las minimizan con la apelación a la “originalidad” del cristianismo, lo que es una banalidad porque todas las religiones, incluso las mistéricas, tenían su punto original y eso no las hace ni más ni menos “originales” (Alvar 2001. p. 289).

Mitreo de Sutri, Lazio.

 

El problema para los mitistas no es, por lo tanto, encontrar una serie de similitudes de detalle o más o menos vagas, lo que no es negado por los historiadores menos convencionales dentro del consenso académico, sino demostrar que las coincidencias se deben a un trasvase o difusión de todo un modelo religioso y, sobre todo, un concepto de la divinidad, a partir de las religiones mistéricas. La misma crítica se puede aplicar a los exegetas convencionales cuando tratan de demostrar que el cristianismo se construyó sobre puros hechos e inspiraciones personales, sin una intervención de conceptos y leyendas provenientes de los misterios de la época romana.

Y recalco lo de “la época romana” porque es un error considerar las religiones mistéricas como un bloque inalterado a lo largo de su historia. Su origen era anterior a la eclosión del cristianismo en Roma durante el siglo II. Esto lo reconocen los propios apologistas cristianos, como Justino, en el siglo II, quien había encontrado una explicación muy sencilla de este alarmante precedente: sabiendo los demonios que el Señor iba a instituir ritos como el bautismo o la eucaristía, se apresuraron a inventar religiones falsas como el mitraísmo para así poder engañar a los incautos  (Justino Mártir 1993; LXII, LXVI, pp. 93 y 96). Esta curiosa explicación tuvo su recorrido entre los sabios de la cristiandad, aunque parece que no está en uso actualmente, al menos entre los historiadores que se respeten. Los propagandistas de la fe requieren criterios menos estrictos ‒y los historiadores cristianos, lamentablemente, también‒ y por eso pueden equivocarse incluso cuando son santos. Porque, efectivamente, las religiones mistéricas tenían una base en cultos orientales previos a la aparición del cristianismo, pero sufrieron alteraciones significativas al implantarse en Roma. Por ejemplo, los misterios en Grecia eran cultos que no establecían ninguna dependencia personal con la divinidad –de amor, por ejemplo‒. Era el mismo acto el que purificaba con sólo su observancia, a la manera en que se establece un lazo social, como la pertenencia a una familia (Vernant 2007,  p. 321).  En cambio, en la época romana las prácticas mistéricas implican una relación personal con el dios o diosa que adopta incluso el léxico de la total sumisión ‒una característica que se creía exclusivamente cristiana ‒ (Alvar 2001, p. 205). Alguna de estas derivas parece haber estado inspirada por la religión cristiana, que, a su vez, tenía cada vez menos que ver con su sustrato profundo de finales del siglo I y se parecía más a los misterios, incluso en la terminología (Alvar 2001, p. 310).

 

En resumidas cuentas, desde un punto estrictamente histórico, el investigador debe limitarse a constatar las abundantes coincidencias entre el cristianismo y las religiones mistéricas, las interacciones entre todas ellas y la confluencia de un tipo de espiritualidad religiosa que venía condicionada por la propia evolución del imperio. Si se quiere señalar algún rasgo específico del cristianismo, lo mismo podrá hacerse de cualquiera de las otras religiones, y eso difícilmente podrá explicar el triunfo de unos y la derrota de otros en los siglos siguientes a su aparición. Si se pretende hablar de la superioridad o vileza del cristianismo, el historiador se encogerá de hombros. Su cometido no es la justificación, sino la explicación y la interpretación.

Para el tema que nos ocupa, la constatación de las concomitancias, el historiador no afirma ni niega ‒o no debería hacerlo‒ la posibilidad de que la narrativa y la ideología cristianas se hayan construido desde cero a partir de la mímesis de otras religiones. El argumento principal del mitismo, la relación de dependencia que establece, no tiene base histórica ni se puede fundamentar en la antropología de las religiones. Que quiera mantenerse como una hipótesis, imposible de verificar en el estado actual de la documentación disponible, es otra cosa. Pero no parece que los mitistas se conformen con eso.

 

Apéndice: Cristo y el culto imperial.

Lo dicho para las religiones mistéricas sirve para el intento de fundar el nacimiento del cristianismo en la simbología del culto imperial (Carotta 2008). La similitud de formas con los trofeos (tropaeum), especie de soporte cruciforme para una armadura que se erigía como conmemoración de una victoria y aparecía representado en los monumentos o monedas correspondientes, no tiene más trascendencia que la de una relación icónica que también se puede constatar con diferentes formas de cruz en la cultura helénica u otras. Que las imágenes reproducidas en algunas monedas pudieran haber inducido algunos aspectos de la iconografía de la crucifixión cristiana, que es muy posterior, no puede ser rechazado. Ni tampoco comprobado. Sin contar con que el parecido entre las monedas cesáreas, siglo I a.E.C., y las primeras representaciones de Cristo en la cruz, siglo IV E.C., dejan pasar más de tres siglos, lo que, para una pretendida influencia, es bastante más de lo que sería razonable esperar. (Hablo de la crucifixión de la puerta de Santa Sabina en Roma, inicios del siglo IV, y dejo aparte las gemas con imágenes ambiguas de crucifixión, difícilmente datables, que se han removido un tanto últimamente)  (Harley-McGowan 2013).

Puerta de Santa Sabina, Roma

Puerta de Santa Sabina, Roma

 

Moneda de César con trofeo y dos prisioneros.

Moneda de César con trofeo y dos prisioneros.

 

Lo mismo puede decirse de semejanzas, más o menos traídas de los pelos, entre la terminología del culto imperial o algunas sentencias atribuidas al propio César y algunos dichos cristianos. En primer lugar, porque son lo suficientemente vagas como para poder relacionarse con cualquier cosa. En segundo lugar, porque una similitud no deja de ser una similitud, a menos que se pueda probar algún tipo de dependencia. Y en tercer lugar, porque, aunque el trasvase pudiera haber existido, éste se podría haber limitado a desarrollos posteriores del cristianismo y no a sus orígenes.

Referencias.

Alvar, Jaime: Los misterios. Religiones «orientales» en el Imperio Romano, Barcelona, Crítica, 2001.

Birt, T. H.: La cultura romana, Madrid, Calpe, 1925.

Carotta, Francesco: “Los evangelios como transposición diegética. Una posible solución a la aporía”, en A. Piñero ed., ¿Existió Jesús realmente?, Madrid, Ed. Raíces, 2008; pp. 101-124.

Eliade, Mircea : Images et symboles. Essais sur le symbolisme magico-religieux, Paris, Gallimard, 1952

Eliade, Mirecea : Mito y realidad, Barcelona, Kairós, 3ª ed., 2006.

Frazer, James G: La rama dorada. Magia y religión , Madrid, Siglo XXI, 13ª edición, 1991.

Harley-McGowan, Felicity: «The Maskell Passion Ivories and Greco-Roman art: Notes on the Iconography of Crucifixion» in Envisioning Christ on the Cross: Ireland and the Early Medieval West, Juliet Mullins, Jenifer Ní Ghrádaigh, y Richard Hawtree eds., Dublin, Four Courts Press, 2013; pp. 13-33, consultado on line (22/02/2017 11:27) : http://www.academia.edu/4668469/The_Maskell_Passion_Ivories_and_Greco-Roman_art_notes_on_the_iconography_of_crucifixion.

Justino Mártir: Primera apologia, en Martí i Aixalà, Josep ed. Apologetes del segle II, Barcelona, Edicions Proa, 1993.

Vernant, Jean-Pierre: “La persona en la religión”, en  Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Barcelona, Ariel, 5ªed. 2007.

Sobre la relación del cristianismo con las religiones mistéricas desde el punto de vista mitista pueden consultarse estos enlaces (en inglés):

http://vridar.org/2010/07/10/6-sound-basic-premises-of-early-jesus-mythicism-the-end-of-scholarly-mythicism/#more-9850

http://vridar.org/2010/09/19/attis-lifts-his-finger-against-the-christ-myth-again-the-ideal-type-and-the-fatal-flaw-dunn-on-price-6/

http://www.richardcarrier.info/Carrier_on_Osiris_.html

http://jesuspuzzle.humanists.net/supp13A.htm

NOTA: La recomendación anterior se refiere a producción en lengua inglesa. No conozco nada reseñable en castellano, aparte de los artículos editados por A. Piñero en ¿Existió Jesús realmente? Resulta significativo que los principales nombres de la corriente del mito Jesús no tengan publicados sus estudios en castellano (por lo que se me alcanza). Ni siquiera algunos autores más clásicos relacionados más o menos con esta corriente como Bruno Bauer o Albert Schweitzer. Y no vean los problemas que he encontrado para encargar un libro de R. Bultmann. Ni siquiera en inglés es fácil. Me cuesta creer que no tengan su público. Llogari Pujol, que es mucho menos serio, tiene varios libros.

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